Generalmente, los virreyes eran nobles españoles que cruzaban el atlántico para cumplir su mandato y volvían a sus tierras. Sin embargo dos, nunca volvieron y están enterrados en Buenos Aires.
Virrey Pedro Melo de Portugal (1795-1797)
-Una muerte dudosa que las hormigas negras, con su espadín de oro,
buscaron esclarecer-
El Virrey Melo visitaba con
frecuencia el convento de las monjas capuchinas (Hoy iglesia San Juan Bautista).
Entre las monjas se encontraba, sor María Clara, que tenía fama de profetisa. Y
un día le dijo: “Señor, mándese Vuestra
Merced sepultar aquí, porque sus monjas se han de acordar de encomendarlo a
Dios”.
En abril de 1797, el virrey,
realizó una visita a las fortificaciones de Montevideo (por el avance portugués).
Y allí ocurrió un hecho muy raro e inesperado.
Según las fuentes oficiales, cuando
estaba andando en su caballo, se empezó a sentir mal, y en pleno movimiento, se
cayó al piso donde golpeó su cabeza con
una piedra generándole la muerte.
Mucho infortunio para una muerte y
muy sospechosa para haberle ocurrido a un Virrey, que además, se dio lejos de
su ciudad de influencia.
Quizás sea casualidad, pero el
gobernador de Montevideo en esa época, era Antonio Olaguer Feliú, que luego de
la muerta de Pedro de Melo, sería nombrado Virrey.
Los restos del virrey muerto
fueron llevados, como no podía ser de otra manera, al convento de las monjas
capuchinas. Fue enterrado vestido de gala con su espadín de oro y plata.
En 1870, una plaga de hormigas
negras invadió el templo. Y cuando siguieron su camino, llegaron a su
hormiguero. El mismo, estaba dentro del cráneo de Pedro de Melo. De casualidad,
descubrieron su tumba. Ahí estaban sus huesos y su espadín reluciente. Casi,
como si las hormigas negras buscaban atraer a alguien para esclarecer su dudosa
muerte.
Lamentablemente, en esa época no
existía el concepto de conservación histórica. El cuerpo no fue conservado y el
espadín lo fundieron para fabricar una patena.
Hoy, su lapida se encuentra en el
costado derecho del altar de la iglesia San Juan Bautista en Buenos Aires.
Virrey Joaquín del Pino (1801-1804)
-Crónica de una muerte anunciada-
En una época donde el promedio de
vida era corto, y llegar a los 40 años era un milagro, nombrar un virrey con 71
años era más un presagio de dejar un cargo vacío que otra cosa.
Llegó a Buenos Aires en 1771,
porque además de ser militar era ingeniero, y el virrey Vértiz lo solicitó para
reparar los baluartes de Montevideo (Había diseñado el castillo de Montjuic en Barcelona).
Llegó sin imaginar que iba a ser virrey, y menos, que iba a morir acá.
Rápidamente, y gracias a que era un
administrador muy eficiente e ilustrado, comenzaron a
asignarle cargos políticos. Fue gobernador de Montevideo, de Chile, de
Charcas y en 1800 lo nombraron virrey del virreinato del rio de la plata.
Merecido cargo pero a una edad tardía.
Estaba casado con Rafaela de Vera
Mujica y López Pintado o simplemente “la virreina”. Ella era santafesina y
vivó, luego de la muerta de su marido, en una casona en Belgrano y Perú
conocida como “la casona de la virreina”. En esa casona se libró una famosa y sangrienta
batalla durante las invasiones inglesas. Hoy se encuentra el edificio Otto
Wulff. También sus restos descansan en Buenos Aires en la iglesia del Pilar en
Recoleta.
Juntos tuvieron una hija,
Joaquina del Pino. En una ocasión, acompañó a su padre al Colegio San Carlos (Nacional
de Buenos Aires) para felicitar a los alumnos más destacados. Entre ellos, se
encontraba Bernardino Rivadavia que no pudo quitarle los ojos en todo el acto.
Luego, ambos se casarían en la iglesia de la Merced (donde también se casó San
Martin) en 1809.
Finalmente, en 1804, Joaquín del
Pino no aguantó más y se enfermó en pleno mandato. Murió a los 75 años.
Está enterrado en la catedral de
Buenos Aires.
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